jueves, 5 de febrero de 2009

Dejemos volar nuestra imaginación...


Imagínense una sala de reuniones. No demasiado grande. Digamos una con capacidad para veinte o treinta personas como mucho. Supónganla concurrida por los principales decisores del establishment norteamericano, más algunos invitados de Gran Bretaña y de Europa. Pero por favor no se la imaginen como una tenebrosa reunión secreta y conspiradora entre Rockefeller, Guggenheim, Warburg, Rotschild, Murdoch y todos ellos. Por de pronto, esa gente no se reúne en salas de conferencias. En todo caso, lo hace en el bar de algún club de golf o en la cubierta del yate de alguno de ellos. Pero, además, cuando se juntan tampoco lo hacen para elaborar planes. En todo caso se juntarán para acordarlos. Para elaborarlos, financian a grandes centros de estudios, contratan a expertos, patrocinan universidades y emplean a ejecutivos cuya gratificación anual depende estrictamente de los resultados. La reunión que quiero que imaginen es precisamente una con esos ejecutivos antes de las primarias en los EE.UU.

Supongan que alguien abre la sesión y pregunta:

— Bien damas y caballeros. Vayamos al grano y veamos: ¿Cuál es nuestro problema?

— Pues, para ponerlo en términos crudos y simples, nuestro problema principal es sacar la nave de los Estados Unidos del pantano en el que, por varios motivos, se ha atascado.

— Bien. ¿Qué hace falta para eso?

— Varias cosas, pero principalmente recuperar la confianza; recuperar la credibilidad en que el bono del tesoro de los EE.UU. es una inversión de riesgo cero y el dólar vale lo que nosotros decimos que vale.

— De acuerdo. Pero ¿cómo lo hacemos?

— Bueno, primero y principal: de algún modo hay que convencer al público de que la nave de los EE.UU. puede en absoluto salir del pantano en el que se ha metido.

— Eso es clave, de acuerdo. Pero entonces la pregunta es: ¿qué necesitamos para eso y, dentro de ese marco, cómo encaramos las próximas elecciones presidenciales?

— Por de pronto, de acuerdo con nuestro análisis, necesitamos una figura con determinadas características. Tiene que ser simpática para generar adhesión, tiene que ser exitosa para ser creíble, tiene que ser (o parecer) relativamente joven para dar una imagen enérgica y tiene que ser aceptablemente inteligente para contrastar con el pobre Bush que ya cumplió su tarea.

— Creo que todos estamos de acuerdo en eso. Ni siquiera los norteamericanos soportarían a otro presidente tan estúpido.

— Bien, todo eso es cierto y necesario pero también es demasiado obvio. Siendo obvio, no será suficiente. Nos hace falta algo más; un toque extra que nos garantice el empujoncito adicional. Algo que fortalezca una imagen de cambio, de otro New Deal, de un "ahora sí"; algo que además de confianza despierte cierto grado de entusiasmo; algo que sea una verdadera novedad. Para hacer creíble la confianza en el cambio tenemos que hacer creíble también la posibilidad cierta de un cambio.

— Bueno, nuestra figura podría ser una mujer. La primera mujer presidente de los EE.UU. Eso sería un cambio.

— ¿Están pensando en Hilary Clinton?

— Por ahora sólo la hemos considerado.

— Podría ser, pero nosotros tenemos algunas dudas. En realidad, ya hay mujeres ocupando la presidencia en otros países, por lo que no sería tan grande la novedad, y la conexión demasiado estrecha con Clinton podría perjudicar más de lo que ayuda. Yo diría que para esa alternativa necesitaríamos a alguien más parecido a la Maggie Thatcher. Pero, en fin, está bien, podemos largarla a las primarias y ver cómo se mueve.

— ¿Y si no funciona? ¿Qué les parece un chicano?

— No. Un chicano no puede ser. Tener a un mejicano o a un puertorriqueño en la Casa Blanca (¡de un cubano de Miami ni hablemos!) nos podría dar un regio dolor de cabeza con todos esos locos izquierdosos sueltos por América Latina y además sería darle demasiada entidad a una minoría que, dentro de todo y por ahora, es bastante manejable. No. La alternativa a una mujer sólo puede ser un negro.

— ¿Un negro?

— Bueno, está bien, maticemos: un negro lo suficientemente negro como para entusiasmar al gran caudal de votos negros pero no tan negro como para asustar a los votantes blancos.

— O sea un mulato.

— Exacto. Un mulato – de buena apariencia, simpático, inteligente, etc. etc. como ya definimos – lo suficientemente ambicioso como para aceptar nuestras condiciones, lo suficientemente inexperto como para aceptar nuestra planificación, y lo suficientemente y advenedizo y carente de equipo propio como para no tener más remedio que aceptar a quienes le pongamos al lado.

— ¿Tenemos a alguien así?

— ¡Por supuesto que lo tenemos! Está en el Senado ahora. Obama. Senador por Illinois.

— ¿Obama?

— Sí. Barack Hussein Obama.

— ¡Por Dios! ¿Hussein? ¿En serio se llama Hussein? ¿Están seguros? ¡Eso es árabe!

— Bueno sí, se llama Hussein. Padre africano de Kenia. Madre blanca norteamericana de Kansas.

— ¡Hussein! Eso puede traer problemas . . . A los muchachos en Israel eso no les va a gustar ni medio.

— Quizás al principio; pero en cuanto vean la foto se tranquilizarán. El tipo es mulato de pies a cabeza. Aparte de ese nombre imposible, no tiene ni pizca de árabe. En todo caso, lo de Hussein hasta nos puede servir para decir que eso demuestra que no estamos en contra de los mahometanos ni de los árabes sino tan solo en contra de los terroristas mahometanos y árabes.

— ¿Y quién demonios se va a creer eso?

— Nadie. Pero como argumento es irrebatible y como discurso es muy apropiado.

— Está bien. Larguen las primarias con esos dos. Si Hilary no funciona, hacemos el enroque y lanzamos al Hussein ése.

— Obama

— Bueno, sí. Obama. Lo que sea. Borren lo de Hussein.

— ¿Y qué hacemos con Hilary si el candidato al final es Obama?

— Hacemos otro enroque y le ponemos a Hilary como secretaria de Estado.

— ¡Brillante!

— Puede funcionar. Pero avisen a la gente en Tel Aviv. De entrada no les va a hacer ninguna gracia que nos pongamos a votar por un Hussein mientras ellos están enfrascados en cómo bombardear a un montón de Husseins en Gaza.

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